viernes, 24 de abril de 2009

Fragmentos de amorosidad y de alteridad en educación.

Carlos Skliar
Para Jacques Derrida la amorosidad tiene que ver con un gesto, con la posibilidad de “agarrárselas” con algo y con alguien. “Agarrárselas”, porque eso algo (lo otro), ese alguien (el otro) provoca a la vez pasión, ira, temor, atención, desolación, ignorancia, pesadillas, consternación, inclinación hacia su cuerpo, memoria de su rostro, ética y justicia.

La “amorosidad” aquí, se revela contra toda la indiferencia, todo el descuido, toda la pasividad y todo el olvido en relación al otro.

Así, la amorosidad educativa tiene mucho más que ver con la diferencia, el cuidado, la relación, la bienvenida, el salirse del yo y la memoria del otro.
Es cierto: sería más fácil, mucho más cómodo y más “adecuado” (pero sin amorosidad) pensar al otro en términos de exterioridad (el otro está fuera de mí, el otro siempre está fuera de mi).

Pero hay algo de exterioridad en el otro, sí, algo que entonces altera y, así, provoca alteridad.
La amorosidad hacia el otro no puede ser una definición acerca de la identidad del otro, no es su ropaje, no es su contorno, no es el lápiz con que lo dibujamos, no es la firma con que lo diagnosticamos, no es el nombre que le damos, no es el silencio que le atribuimos, no es la desdicha en que lo suponemos, no es el heroísmo con que lo ensalzamos, no es su “otra” lengua, “su “otra” cultura, su “otro” cuerpo, su “otro” aprendizaje, su “otra” religión.
Se pasan muchísimos años, demasiados años escuchando, hablando, informándonos, opinando, leyendo y escribiendo acerca de los otros “específicos” de la educación (los discapacitados, los pobres, la infancia, los que parece que no aprenden, los extranjeros, los gitanos, los bolivianos, las niñas, los jóvenes, y tantos y tantas otras) como si de eso se tratara toda amorosidad educativa. Sin embargo, tal vez el único recuerdo que nos parece que vale la pena es pensar y sentir cada momento en que fuimos (y en que somos) incapaces de relacionarnos con ellos.

Acaso: ¿Hace falta un discurso sobre la locura para una relación de amorosidad, pedagógica o no, con los “locos”? ¿Es imprescindible saber sobre la sordera para una relación de amorosidad pedagógica con los “sordos”? ¿Se vuelve un prerrequisito sine qua non un cierto tipo de dispositivo técnico sobre la deficiencia mental para una relación de amorosidad pedagógica con los “deficientes mentales”? ¿No se podría tener, acaso, una relación de amorosidad pedagógica con la infancia si no sabemos, primero, “absolutamente todo” lo que hay “saber” sobre ella? ¡He aquí la cuestión!
También es cierto que sería más fácil, más cómodo (pero sin amorosidad) pensar la alteridad en términos de negatividad (el otro es lo que yo no soy, siempre el otro es aquello que nosotros no somos).

Pero: ¿sabemos por acaso qué somos “nosotros”? ¿Tenemos alguna idea, por más pequeña que sea, sobre qué quiere decir “nosotros”? ¿Qué exorcismo, qué olvidos, qué sortilegios, qué masacres, qué amorosidad, qué brujerías realizamos cada vez que pronunciamos ese “nosotros”?
“Nosotros”: el arma de la lengua y del cuerpo que esgrimimos para, sin amorosidad alguna, defendernos de los otros. ¿En defensa propia?
De algún modo somos impunes al hablar del otro e inmunes cuando el otro nos habla. ¡Y aquí hablar significa tantas cosas!
Tal vez allí resida toda la posibilidad y toda la intensidad del cambio de amorosidad en las relaciones pedagógicas: nunca ser impunes cuando hablamos del otro; nunca ser inmunes cuando el otro nos habla.

esde luego que sería mucho más fácil, mucho más cómodo y mucho más “profesional” (pero sin nada de amorosidad) si comprendiésemos al otro sólo como una temática (el otro se transforma en un tema, siempre es un tema: así, por ejemplo, no hay niños ni niñas sino “infancia”, no hay sordos sino “sordera”, no hay pobres sino “pobreza”, “indigencia”, “clases populares”, “clases bajas”, etc.
Además: así podremos, siempre, sin obstáculos, sin remordimientos (pero también sin amorosidad) “festejar” el día del indio, el día de la mujer, la semana de la deficiencia.

De lo que se trata es de la educación como un acto de amorosidad ligado a la herencia: ser herederos sin condiciones, para hacer de la herencia algo en movimiento. En la cultura del Este de la India, más o menos en el 200 a.C se dice por ejemplo que: “Eunucos y desterrados, personas nacidas ciegas o sordas, el insano, los idiotas, el mudo, así como aquellos deficientes de cualquier órgano (de acción o de sensación) están descalificados para heredar”.


¿Por qué parece que todas las relaciones de amorosidad con los otros deben someterse o bien a la lógica del racismo (producir, fabricar y matar al otro), o bien a la lógica de la tolerancia (producir, fabrir y soportar al otro, hasta poder matarlo, entonces, un poco después)?

¿Qué se habrá hecho de aquellos niños sobre los cuales alguna vez se ha dicho que habría que duplicar sí o sí el tiempo de su escolarización? ¿Dónde estarán aquellos otros sobre los cuales se diagnosticó/pronosticó/determinó que no llegarían nunca a alcanzar el pensamiento abstracto? ¿En dónde vivirán aquellos otros a los cuales se sugirió enviar, casi por la fuerza, a un taller laboral? ¿Qué nos dirían si me vieran en este momento? O mejor: ¿Nos dirigirían su mirada? Y más aún: ¿Nos preguntarían algo? E inclusive: ¿acaso nos reconocerían con amorosidad?

Habría que evitar por todos los medios esa confusión tan actual entre el lenguaje de la ética y el lenguaje jurídico. Pues hoy parece que todo pensamiento acerca del otro está atravesado por un infinito entramado de leyes, decretos y reglamentaciones. La ética, entonces, está subordinada a los dictámenes. Como si antes de decir: “me preocupo amorosamente por ti”, habría que pensar “si tengo el derecho o bien la obligación de preocuparme amorosamente por alguien”.

Cuando lo que prevalece es nuestra pregunta acerca del otro, cuando lo único que hay es nuestra pregunta acerca de los otros, cuando de lo que se trata es de imponer nuestras preguntas sobre el otro, entonces, decimos que en verdad hay una obsesión y no amorosidad por el otro.

Sería mucho más fácil y mucho más cómodo (pero sin amorosidad) si entendiésemos la experiencia del otro, como una experiencia fútil, banal, superflua y describible sin más ni más. Así, la experiencia del otro puede ser rápidamente comprada a “nuestra” experiencia y, así, reducida y simplificada, siempre reducida y simplificada a “nuestra” experiencia.
Tal vez la preocupación, la responsabilidad por el otro, esa amorosidad, se refleje certeramente en una imagen de hospitalidad, una hospitalidad sin condición, una hospitalidad que no pide nada a cambio. Una hospitalidad que no haga del otro un deudor eterno de una deuda que, siempre, será impagable. Por eso, tal vez acoger al otro en la educación sea más bien recibirlo sin importar su nombre, su lengua, su aprendizaje, su comportamiento, su nacionalidad. Y tal vez la obsesión por el otro encuentre en la hostilidad la imagen más transparente. Una suerte de condición a la relación: “a partir de ahora, a partir de aquí, deberás ser como yo soy, como nosotros somos”. Por eso, la hostilidad hacia el otro en la educación es una condición de la homogeneidad más despótica.
Sería más fácil, mucho más cómodo y más “funcional” (pero sin amorosidad) pensar y sentir al otro como aquello que no tiene, como aquello que le falta (el otro es lo que no tiene y le falta, los otros siempre son lo que no tienen y les falta).
¿Pensar “amorosamente” al otro es hacernos, siempre, preguntas acerca del otro, en la ausencia del otro?

Y qué hacer con las preguntas que son del otro?

Por ejemplo, nuestras preguntas acerca del extranjero son: ¿será que esa lengua que habla es realmente una lengua? ¿Será que esa ropa que viste es efectivamente ropa? ¿Será que esa religión que profesa es de verdad una religión? ¿Será que esa música que escucha es en efecto música? Ese “realmente”, ese “efectivamente”, ese de “verdad”, ese “en efecto”: ¿no son marcas de la lengua que consisten en poner en tela de juicio la humanidad del otro? ¿No son marcas que denotan dudas acerca de si el otro es tan humano como creemos ser nosotros mismos?

Dice Sartre: “Más allá de breves y terroríficas iluminaciones, los hombres mueren sin haber siquiera sospechado lo que era el Otro” [1]

El extranjero podría preguntarnos (si él quisiera, o aunque no nos dirija siquiera la palabra): ¿Porqué ustedes piensan que la única lengua posible es la de ustedes? ¿Porqué ustedes afirman que la única ropa posible es la de ustedes? ¿Porqué ustedes creen que la única religión es la suya? ¿Y porqué quieren hacernos creer que la única música es la que escuchan?
El “deficiente” podría preguntarnos (si él quisiera, o aunque no nos dirija la mirada): ¿Por qué piensan que el único cuerpo posible es el de ustedes? ¿Porque creen que ese modo de aprender es el único aprendizaje? ¿Por qué suponen que su pronunciación es la única correcta?

Sería más fácil, mucho más cómodo y aún mucho más “especializado” (y muchísimo más violento) pensar y sentir al otro siempre como un individuo o como un grupo específico y bien determinado (el otro es otro con un nombre determinado y siempre el mismo nombre: “no podrías ser sino lo que hemos hecho contigo”).

Y tal vez toda posibilidad y toda intensidad de cambio en las relaciones pedagógicas de amorosidad pueda depender, también, de ese acto sincero y honesto que consiste en comenzar a acallar nuestras preguntas sobre el otro y comenzar a percibir las preguntas (que son) del otro.

Nos hemos formado siendo altamente capaces de conversar acerca de los otros y altamente incapaces de conversar con los otros.

Y, sobre todo, nos hemos formado ¡siendo altamente incapaces de dejar a los otros conversar entre sí!

Entonces ¿era eso? ¿Sólo eso? Entonces: ¿es que el otro está fuera de mí? ¿Es que el otro es pura negatividad? ¿Es que el otro es aquello que pensamos y decimos que a él le falta? ¿Es que el otro es una temática? ¿Es que el otro es un discurso anterior a una relación? ¿Es que la experiencia del otro es banal si comparada con la nuestra, si asimilada a la nuestra? ¿Esta es toda la amorosidad que nos queda?

¿Y si la alteridad fuera entonces interioridad? ¿Los otros que nos habitan? ¿Una positividad, en tanto que (nos) produce algo? ¿La imposibilidad absoluta de transformarla en una temática, de tematizar al otro? ¿Una experiencia inasimilable, que no es nuestra sino del otro? ¿Una relación sin un dispositivo de racionalidad que le anteceda?



Una idea algo altisonante, pero inquietante a la vez: la alteridad no es tanto lo que no somos, sino tal vez todo aquello que aún no hemos sido capaces de ser.

Y una idea menos rimbombante, pero tal vez algo más audaz: la alteridad no es tanto aquello que no somos, sino más bien todo aquello que no sabemos.

Sin embargo, pensar la alteridad como aquello que no sabemos, no significa que algún día lo sabremos. Supone, en cierta medida, seguir no sabiéndolo todo el tiempo.


Por lo tanto: la alteridad es aquello que, amorosamente, no sabremos.

Y tal vez este breve texto de Blanchot, sea capaz de revelar la inmensidad y la conciencia de esa ignorancia: “Tenemos que renunciar a conocer a aquellos a quienes nos liga algo esencial; quiero decir que tenemos que acogerlos en la relación con lo desconocido en donde ellos a su vez nos acogen también, en nuestra lejanía” [2]

Lo que para nosotros tanto “falta” en el otro ¿le hace tanta “falta” al otro?

Para Lévinas: “La relación con el Otro no anula la separación. No surge en el seno de una totalidad y no la instaura al integrar en ella al Yo y al Otro. La situación del cara-a-cara no presupone además la existencia de verdades universales en las que la subjetividad pueda absorberse y que sería suficiente contemplar para que el Yo y el Otro entren en una relación de comunión. Es necesario, sobre este último punto, sostener la tesis inversa: la relación entre el Yo y el Otro comienza en la desigualdad de términos” [3]

La desigualdad de términos entre el Yo y el Otro nada tienen que ver con el discurso, cada vez más frecuente, cada vez más persistente, de emparentar toda idea de alteridad con la exclusión, la pobreza, la miseria, el analfabetismo, la desolación. No hay equivalencia de términos entre el Yo y el Otro. Desigualdad de términos, entonces: ¡y no desigualdad de condiciones!

Una relación de comunión, de empatía, de armonía, idílica, sólo es posible entre términos equivalentes. Entre el Yo y el Otro, por lo tanto, habrá una relación que siempre desborda, que siempre excede, que siempre se aleja: una relación que difiere cada vez de sí misma, una relación, justamente de diferencia.
Porque el amor "establece la cadena, la ley de la necesidad. Y el amor también da la noción primera de libertad. Necesidad-libertad son categorías supremas del vivir humano. El amor será mediador entre ellas. En la libertad hará sentir el peso de la necesidad y en la necesidad introducirá la libertad. El amor es siempre trascendente". [4]

Y para terminar, un párrafo de Nietzsche que reúne, de una vez, la amorisdad, la alteridad y la verdad: “Nuestro amor por la verdad se conoce más que nada en la manera que tenemos de recibir las “verdades” que “otros” nos ofrecen; entonces dejamos traslucir si realmente amamos la verdad o nos amamos a nosotros mismos” [5]

[1] Jean Paul Sartre. El Ser y la Nada. Buenos Aires: Ediciones Losada, 1962, pág. 75.

[2] Maurice Blanchot, L’Amitié, Gallimard: París, 1971, pág. 328-329.

[3] Emanuel Lévinas. Totalidad e infinito. Salamanca: Sígueme, 1997, pág. 262.



[4] María Zambrano, El hombre y lo divino, Breviarios de Fondo de Cultura Económico, 1993, Mexico, D.F.



[5] Friedrich Nietzsche. Todos los aforismos. Buenos Aires: Leviatán, 2001.

3 comentarios:

  1. Comparto que los adultos le transmiten a los niños y a los adolescentes su modo de resolver los conflictos. También me consta que muchos de ellos trasladan a la escuela los conflictos de sus mayores... Creo que poder transmitir una forma saludable de encarar los conflictos es un todo un desafío.

    ResponderEliminar
  2. La enseñanza es un acto de amorosidad, compromiso y respeto hacia el otro, sin importar su nacionalidad, religion, color de piel, clase social, discapacidad, etc. Se trata de igualar; que el otro sea igual a mi a pesar de las diferencias, debemos ayudar al otro sin pedir nada a cambio.

    ResponderEliminar
  3. ¿Cómo poder comentar algo tan profundo y difícil que es la alteridad? Es raro empezar un comentario con una pregunta. Lo que no lo es, es admitir que es un tema crudo y por ende complicado. Creo que la diferencia es buena, ya que de alguna u otra manera nos completa con lo que nos falta. Lo que duele es cuando a veces nos creemos superiores. Creo que desde la escuela podríamos al menos solucionar parte de ese problema. Claro esta que no solo ella podrá hacerse cargo si no que necesitara de toda la ayuda posible. Es fácil y suena muy bonito eso. Siempre escucho decir “yo solo no puedo cambiar a él mundo”, ¿pero qué pasaría si todos los individuos que dicen eso se juntaran?¿ No les parece que podríamos?

    ResponderEliminar

Atreverse

Atreverse
La sonrisa de un niño es el nectar cotidiano de la vida.

ESPACIO DE REFLEXION

Nuevas son las demandas de una sociedad en crisis, por lo tanto debemos tener un espacio de reflexion, a todos aquellos que quieran apropiarse del mismo, abriendo de esta forma un nuevo horizonte que nos permita discutir, acordar, reflexionar, construir, una sociedad distinta acorde a los tiempos actuales, uds. han entrado en el lugar correcto. Libre de ideologías, libres de Dogmas, solo asi se podra costruir otras miradas con la unica finalidad de comprendernos como seres humanos.

Archivo del blog